Shakespeare, Boris Johnson y la tragedia política
Por Alonso Vázquez Moyers
La política
como actividad y los y las políticas como principales personajes del juego
de poder o juego por el poder, lo mismo repudia que fascina. Hay en
nuestro sentido común, una idea un tanto enraizada: el poder envilece; pero de
alguna manera, a veces inconfesable, a todas y todos nos atrae y todas lo
deseamos.
Hay sociología y psicología del poder, libros de historia y biografías
de hombres y mujeres poderosas, incluso, piezas musicales. La Quinta Sinfonía
de Beethoven, para poner un ejemplo, fue pensada, primero, como una especie de
homenaje a Napoleón Bonaparte.
El poder es irresistible. Y por eso sobran ejemplos de mentes brillantes
que han sucumbido a la lisonja o a la cortesanía. Normalmente, los entresijos
del poder los imaginamos: sea por los periódicos o por las interpretaciones que
damos a las puestas en escena.
Según Goffman, nuestras interacciones con los demás responden a representaciones
casi teatrales. En la vida cotidiana, asumimos roles o papeles que
interpretamos de conformidad con expectativas sobre ese rol. Algo similar diría
la sociología cultural en torno a la acción performativa. Así, las y los
políticos actúan de conformidad con el papel que ellos se asignan; pero
también, el que les atribuimos como público. De tal manera, en la
representación del quehacer político habría al menos dos facetas posibles: la
pública y la privada.
Las y los políticos profesionales buscan la aclamación popular. No
sabemos si es genuino cada uno de sus gestos: cuando alzan a un bebé en brazos
o se dejan abrazar y besar por las multitudes. Pero hay escenas memorables, ya
sea por verosímiles o su falta de credibilidad. En México recordamos con
bastante risa las lágrimas de López Portillo. Para quienes no las vimos en
vivo, esta YouTube. La otra faceta es menos conocida y, acaso, mucho más
interesante. Menos burda, también. Es donde se tejen acuerdos, a veces
inconfesables, alianzas y traiciones. Es la imagen de los políticos
despiadados, calculadores y mentirosos. A esta sólo la imaginamos. Pero es la
que a final de cuentas, responden nuestras expectativas. A nadie le sorprende
que las y los políticos mientan; lo que asombra en todo caso, es el cinismo o
la falta de habilidad para hacerlo.
En La invención de lo humano, Harold Bloom sostiene que Shakespeare
inventa “maneras de representar los cambios humanos, alteraciones causadas no
sólo por defectos o decaimientos, sino efectuadas también por su voluntad, y
por las vulnerabilidades temporales de la voluntad”.
Y así como en el teatro, hay mejores actores que otros. Hay
actuaciones de políticos y sobre políticos que en buena medida configuran
nuestra idea de cómo es el poder, cómo se comportan las personas con poder y
hasta cómo se ejerce. El epítome contemporáneo fue, durante un par de años (antes
de que el comportamiento personal de su intérprete saliera a la luz), Frank
Underwood, un político que, en el camino al poder, pierde la razón y la
humanidad. Siguiendo a Bloom y a tantos otros críticos, Shakespeare lo había
visto antes. Está en Macbeth. Y en Falstaff, de una manera más burda.
Quizás el caso más reciente, el personaje shakespeariano de los
últimos días, sea Boris Johnson. El perfil que O´Toole ha trazado en el New
York Review of Books es diáfano. ¿Cuáles han sido los méritos de Boris
Johnson? A él, al parecer, lo mueve un sentimiento imaginario de venganza. No
hay un enemigo concreto, ni una causa primera. El aún Premier inglés recuerda
un poco a Falstaff, con cierto toque de Macbeth.
Este último, recordemos, es un personaje torturado por sí mismo, donde
su propia maldad, de la que es consciente, la provoca sufrimiento. Macbeth y
Lady Macbeth, en palabras de Bloom, “son todo menos dos demonios, a pesar de
sus espantosos crímenes y sus merecidas catástrofes.
En cambio, Falstaff (el Falstaff de Las alegres comadres de Windsor)
“sólo es bueno para ser llevado en un canasto y arrojado al Támesis”, es un
pendenciero, un regordete sin talento que, en las Alegres Comadres -trama que
le sirvió tanto a Verdi como a Orson Welles para llevarlo a la ópera y al cine,
respectivamente-, busca conquistar a mujeres casadas en busca del dinero de sus
maridos. Falstaff busca el poder que le prodigue comodidades, que le suponga
una vida licenciosa.
La caída y
desgracia de Boris Johnson, decía podría intuir una mezcla de Falstaff con Macbeth.
Conquistó el poder, mintió y cayó en medio del escándalo y la humillación
pública. Pero su caída no es graciosa, aunque algo aleccionadora: las
democracias no están blindadas en contra de personajes siniestros o
decididamente torpes, que, no obstante, conquistan los espacios de mayor poder
en los países más poderosos.
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