Novo en 1973. Fuente: El Universal


                                        Por Manuel de J. Jiménez

 

Hace unos días, whatsappeando –la RAE sugiere la horrible wasapear– con el poeta Hernán Bravo Varela sobre la poca difusión de las conmemoraciones de Salvador Novo (1904-1974) que se celebraron el año pasado, donde al parecer no se publicó ningún libro al respecto, se me ocurrió escribir sobre sus poemas en un acto de “justicia poética” institucional. Entonces recordé sus textos satíricos, no tanto los que compuso para los demás –que son geniales y que fueron reeditados hace poco por Alias–, sino para sí mismo. Fue un Novo de cuarenta años, quien publicó Dueño mío: cuatro sonetos inéditos, bajo el sello de Ángel Chápero. Este librito se fue nutriendo y posteriormente apareció –en el centenario de su natalicio– una edición de la Universidad Autónoma de Chihuahua con diecinueve poemas.

         En ellos, el poeta pasa examen sobre el recuento de su doble vida, sus amores furtivos y los trabajosos esfuerzos de una sexualidad desvencijada. No es la amargura y dolor hondo, sino la burla áurea de la condición humana: la risa que todo lo alegra y redime. Es un Novo que comparte sin reservas una disidencia sexual en clave de sonetos, recreándose en las columnas falocéntricas de la república letrada. Al recordar a un amante desdichado, “de carne prematura”, se contenta de que el derecho civil no autorice esas relaciones: “Déjame en mi camino. Por fortuna/ ni el Código Civil ha de obligare/ ni tuvimos familia inoportuna”. El último soneto es el siguiente:

 

Dura visión aflige a los longevos
—cáscara inútil en desierto nido—:
ver que se apaga en ellos la libido
—urgencia y potestad de los mancebos.

 

Ambos endocrinaran como nuevos
—fabricantes del jugo apetecido—
si el derecho no hubiera desistido
(hablo —¡triste experiencia!— de mis huevos).

 

Dura ley: pero ley que nos caduca,
todo —decreta— por servir se extingue:
ayer sí penetró, sólo hoy machuca.

 

Puesto que ya no hay potro que respingue,
al consuelo falaz de una peluca
mi juventud se atenga —y yo me chingue.


    Voy a ofrecer una lectura iuspoética. El soneto plantea una ironía mordaz sobre la virilidad caduca y su sometimiento a una «dura ley», es decir, la figura fálica del tiempo biológico –la pinga de Cronos, diría un amigo– en clara reelaboración del tópico de dura lex. Juega además con metáforas legales («derecho» o «decreta») para demostrar que el poder sexual, asociado al imperio y fuerza de los varones jóvenes, está igualmente sujeto a una normatividad inexorable: la naturaleza que extingue paulatinamente el vigor deseado. La flácida virilidad se convierte en objeto de burla amarga, pues el poeta se ve reducido a aceptar la pérdida de esa «potestad» como si acatara un fallo legal. Así, la voz chingada exhibe cómo los símbolos de poderío masculino se enfrentan a un límite inapelable.

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