Adolescencia: El desgarro moral de una generaciónque aprendió a matar antes de amar ¿El odio y miedo pueden más que la comunicación de las emociones?
Por José Luis Pinedo Cabrera
Uno de los mejores lanzamientos estrenados en lo que va del primer trimestre del 2025 de la plataforma de Netflix, por supuesto estoy hablando de la miniserie “Adolescencia” que a lo largo de sus cuatro episodios nos relata la trágica historia de un adolescente de tan solo 13 años llamado Jamie Miller, acusado de apuñalar mortalmente a su compañera de clase, Katie, tras ser rechazado y etiquetado como "incel" (célibe involuntario). Esta no es una historia de ficción más del montón, sino un espejo empañado por el llanto de una generación que creció sin abrazos, donde el amor se confunde con likes y corazones con el auge de las redes sociales y donde el rechazo se paga con sangre, cada fotograma es un latido roto, una pregunta sin respuesta, una herida que supura culpas colectivas.
Jamie Miller no buscó el cuchillo, fue entregado por Dylan, su único "amigo", en un recreo que olía a pintura fresca y mentiras adolescentes. "Guárdalo, por si los matones te joden otra vez", le dijo, envolviendo el filo en un paño de Superman, como si un héroe pudiera santificar tanta violencia. Jamie, que recién había entrado en una de las etapas más difíciles de la vida lo guardó en su mochila junto a cuadernos llenos de garabatos; corazones rotos, monstruos sin nombre, frases copiadas de foros donde el odio se disfraza de consejo. No era un arma, era un salvavidas de metal para un niño que se ahogaba en silencio hundido en la oscuridad de la desconfianza y desconocimiento. Aun así Dylan, con sus zapatos desgastados y una sonrisa que escondía miedo, no era un delincuente. Simplemente era otro náufrago del mismo barco, creyendo que un cuchillo podía ser escudo en un mundo donde los adultos miran hacia otro lado y jamás se enteran de nada.
Este chico no eligió ser invisible; fueron las propias circunstancias de su entorno social las que lo hicieron invisible al punto de sentirse abandonado por todos aquellos que alguna vez lo vieron forjarse en un mundo que cada vez se vuelve más complejo y abstracto. Sus padres, Eddie y Manda, eran fantasmas con piel, pues al final su padre Eddie, un obrero de manos callosas y palabras secas, creía que ser padre era pagar cuentas, dar educación y dinero, no abrazar, aconsejar e involucrase en la vida de su hijo. Le decía "los hombres no lloran" mientras se bebía seis cervezas cada noche para olvidar que su propio padre le partió un diente a los 9 años. Mientras que su madre Manda, con sus uñas pintadas de rojo carmesí, pasaba horas en grupos de WhatsApp riendo de memes que jamás compartía con su hijo, viendo exclusivamente por su alimentación, educación e integridad física, pero realmente ¿la apariencia es lo único que importa frente al mundo?
En la escena que duele como un hueso roto, Jamie le pregunta: "Mamá, ¿te acuerdas de mi obra de teatro en primaria?". Ella sonríe, confundida. No fue: estaba enviando un sticker de gatitos, siendo esa indiferencia, lenta y persistente a lo largo del tiempo, lo que fue cavando el hoyo donde Jamie enterró su infancia y cremaría su destino ya que la escuela, ese lugar que debería ser refugio, fue su segundo verdugo. Katie, la chica que lo llamó "incel" frente a 300 seguidores en Instagram, en busca de aprobación social no era malvada: era una niña asustada convirtiéndose en bully para ocultar que en casa la llamaban "gorda". Cuando se filtró su foto desnuda no fue por ilusa o exceso de confianza ya que la envió, por sentirse poderosa en un mundo que la reducía a likes. Jamie, sin embargo, no vio a la adolescente que temía no ser suficiente, solamente se percató de las burlas, profesores que archivaron su dolor como un simple "drama hormonal", y un director que dijo "son cosas de niños" mientras firmaba informes de sana convivencia. En ese instante, su dignidad se desangró. Y el vacío lo llenaron foros donde le enseñaron que el resentimiento era fuerza, y la misoginia, verdad.
Aun así las circunstancias por más que puestas a causa del desenvolvimiento de los acontecimientos, tienen más matices de las que se ven a plena luz ya que Dylan, el amigo que le dio el cuchillo, no era cómplice: era un espejo. Hijo de un albañil alcohólico y una madre que trabajaba 14 horas diarias, aprendió que la violencia era idioma cotidiano. Cuando Jamie le mostró los mensajes de odio que recibía, Dylan le pasó el arma como quien ofrece un chicle; “Aquí, esto te hará respetar". No lo hizo por maldad, sino porque nadie le enseñó que las heridas emocionales no se curan con heridas físicas. Esa noche, Dylan soñó que Jamie lo apuñalaba a él, se despertó sudando, pero no dijo nada. ¿Cómo admitir que el miedo paraliza más que las cadenas?, al final todo lo que afecta nuestras vidas es más psicológico que factico siendo un 80% la mente y 20% la realidad.
Las redes sociales no fueron el tercer padre de Jamie, mucho menos fueron su figura de confianza, fueron el verdugo que lo condenó. Instagram, fu el juez que con su algoritmo frío como bisturí, lo guio de memes "graciosos" a cuentas donde hombres anónimos predicaban que "las mujeres son enemigas naturales del hombre beta". Desde cada like a un chiste misógino, a través de cada visualización en un reel más sobre "la hipergamia femenina", era un clavo en su ataúd emocional. En la escena más desgarradora, Jamie pasa de ver un tutorial de dibujo a un video titulado "Cómo vengarte de una mujer que te humilló" en 3 minutos, algo muy estúpido ya que como vas a confiar en todo un entorno donde abundan las fakes news. El algoritmo, indiferente, celebra su engagement. Él, en su cuarto sin ventanas, sonríe por primera vez en meses, sin embargo esa sonrisa, torcida y vacía, es el retrato de un niño que confundió el odio con compañía.
Puesto en escena la historia de este chico por más que sea culpable esta construida de tal modo que nos hacen empatizar con él, tras mostrarlo vulnerable, asustado y confundido en el primer episodio lograr crear una neblina de misterio al punto de que al ser disipada esta no hace más que revelarnos la máscara quitándonos la idea de aquel chico inocente que se ha convertido en un asesino, siendo realmente el propósito de este relato, no la búsqueda del responsable pues ya lo tienen sino tratar de entender que lo llevo a actuar de ese modo, pues Jamie Miller no eligió nacer en un mundo donde la aprobación social se mide en likes y el dolor se esconde tras memes, stikers y emojis.
¿Cómo es posible que alguien con 13 años tenga su mente como un archivo de heridas sin cerrar?, noches escuchando a sus padres discutir por deudas, el día que su perro murió atropellado y su padre le dijo "deja de llorar, es solo un animal", las burlas en la escuela porque su ropa olía a humedad. Cuando su amigo Dylan le pasó el cuchillo envuelto en un paño de Superman "para que te respeten", Jamie no vio un arma. Vio un salvavidas en un océano donde ya se ahogaba, su crimen no fue un acto de maldad, sino el colapso final de un niño que nunca aprendió a pedir ayuda sin sentirse débil.
Bajo la Ley de Justicia Penal para Adolescentes de México, Jamie enfrentaría una paradoja: ser tratado como adulto en un sistema que nunca lo preparó para ser niño. Aunque la ley de 2024 exige enfoques restaurativos, la realidad en centros de internamiento es distinta. Celdas pintadas con grafitis de pandillas, psicólogos que solo ven números en un expediente, y talleres de "reinserción" donde se enseña carpintería pero no a sanar el odio. Si Jamie hubiera vivido en Iztapalapa y no en Londres, su destino no sería la redención, sino una celda compartida con jóvenes más rotos que él. ¿Qué justicia puede haber para alguien cuyo primer delito fue nacer en un hogar donde "te quiero" sonaba a idioma extranjero?
El tercer episodio, centrado en la psicóloga Briony, es un viaje al corazón de las sombras. En una habitación fría, Jamie desmenuza su mente como si fuera un rompecabezas maldito: "A veces siento que el Jamie que apuñaló a Katie no era yo… era como un personaje de un juego", confiesa, mientras gira una piedra en sus manos su único "amigo" que nunca lo juzgó. Briony, con su voz suave y preguntas que duelen, descubre que Jamie sufría despersonalización crónica, un mecanismo para huir de un mundo donde ser invisible era su única seguridad. Cuando ella le muestra el cuchillo. "¿Qué querías matar realmente?", Jamie rompe a llorar: "El miedo… el miedo de que nadie me volviera a ver". En esa línea, la serie no justifica, pero sí explica: el monstruo no nació, lo construyeron.
Aquí la justicia restaurativa brilla por su ausencia, pero la serie plantea "qué pudo ser". Imaginemos un México donde, en lugar de rejas, Jamie enfrentara el dolor que causó: pintar murales con la familia de Katie sobre los peligros del odio digital, trabajar en talleres donde otros jóvenes como él aprendan a traducir ira en arte, o escribir cartas a su yo de 7 años pidiéndole perdón por fallarle. Pero la realidad es más cruda en un país donde el 70% de los centros juveniles carecen de programas de salud mental, Jamie no sería rehabilitado. Sería un número más en una estadística de "casos resueltos", mientras el sistema sigue produciendo Jamies como fábrica de culpas ajenas, pasando a graduarse en la doctrina del crimen, siendo la falta de conexión con otros e incluso consigo mismo la que le lleva a creerse por completo este papel de la victima “soy mejor persona no abuse de ella no la toque, aunque quería…”, ¿Qué tan fragmentado debe estar el sistema para pensar así?
El verdadero elefante en la habitación no es Jamie, ya que en realidad él no existe, somos nosotros. La serie clava su mirada en nuestras contradicciones sociales desde padres que vigilan el iPhone de sus hijos pero no sus lágrimas, escuelas que bloquean páginas porno pero permiten el bullying en los pasillos, algoritmos que venden zapatillas con la misma facilidad con que recomiendan odio. En la escena final, Jamie dibuja un elefante pisando un corazón roto. Briony pregunta: "¿Quién es el elefante?". Él señala hacia la cámara, rompiendo la cuarta pared, el mensaje es claro “todos somos capaces de pisar corazones mientras fingimos no oír los crujidos.”
Pero entonces, ¿qué es lo que realmente grita Jamie desde ese encierro a los espectadore? No es solo el relato de un crimen, sino el eco ensordecedor de incontables silencios cómplices. Cada meme hiriente que compartiste sin pensar, cada niño solitario al que le diste la espalda, cada prejuicio que alimentaste en la comodidad de tu juicio fácil, todo eso cinceló las grietas por donde se coló la oscuridad. Jamie no es un monstruo surgido de la nada; es el barro informe de una sociedad que prefiere señalar culpables antes que sanar heridas. Su historia no busca tu horror, sino que te escupe a la cara la pregunta más incómoda: ¿cuántas veces has mirado hacia otro lado mientras se sembraba la semilla de una tragedia? Su grito final no es de arrepentimiento, sino una acusación helada que te congela la sangre: Él es el síntoma, tú eres la enfermedad. Y el próximo Jamie, con el cuchillo temblándole en la mano, ya está aprendiendo a odiar en el espejo que le devolvemos cada día, pensando las cosas un día más hasta que llegue el día en que apunte el cuchillo preparándose para despedirse de su vida……
Las señales aunque borrosas casi invisibles siempre están ahí solo tienes que aprender a notarlas y ver más allá de lo evidente ya que no porque algo se ve bien significa que lo está….
Es parte de psicología buscar el origen en lo personal, lo familiar y lo social. Ese personaje sin embargo yo lo veo con una estructura de personalidad donde familia y lo social tiene poco de influencia. El terror es ver esa carita angelical mintiendo, diciendo yo no fui, queriendo ocultar el crimen con mentiras, manipulando y ocultando lo que hizo que no es menor.
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