De los textos legales al viñedo del texto


 

Por Manuel de J. Jiménez


Este semestre estoy dando una clase que me entusiasma mucho en el Posgrado de Derecho de la UNAM: “Investigación y expresión jurídica”. Para darle un giro filológico a la asignatura, entre otras cosas, establecimos algunas sesiones de círculo de lectura. En la primera de ellas, leímos y compartimos nuestras experiencias a través del libro En el viñedo del texto de Iván Illich (1926-2002), que fue publicado originalmente en inglés en 1993 y que corresponde a la etapa del Illich tardío que, bajo la noción de Jean Robert, corresponde al pensamiento desarrollado después del cierre del CIDOC, donde se muestra un cambio en la crítica que hace de la modernidad y sus procesos.

    En el fondo lo que busqué con este texto fue descolocar la típica lectura del estudiante de derecho, que puede identificarse con ciertos procesos memorísticos de fechas y legislaciones, exploraciones en torno a una dogmática particular, contenidos normativistas o de filosofía analítica del derecho, etc. El reto con este libro de Illich era seguir el hilo en torno a la historia del libro como tecnología en un punto culminante que fue anterior a la era gutenberiana y, más particularmente, ir estableciendo las pautas para entender una historia de la lectura que llegaba hasta nosotros.

    Encontramos una reseña del libro en el Boletín mexicano de derecho comparado de Guillermo Floris Margadant, quien llama “amigo” a Illich y que, por el video contextual que vimos de Rafael Mondragón, sabíamos que aparece como secretario en el acta constitutiva del CIDOC. Margadant apunta lo siguiente: “La nueva actitud hacia el libro, de parte de clérigos y laicos, es descrita por Illich como un book quake, un ‘biblio-temblor’. Comienza el desarrollo de las glosas a los textos autoritativos, y así, poco después de la Gran Glosa de la Biblia (elaborada durante el s. XII en colaboración entre varios monasterios), Acursio formó su Gran Glosa (por 1230) para el derecho justinianeo, una selección de glosas anteriores al Corpus Iuris”.

    Como se sabe, el libro traza un amplio devenir cronológico, aunque a veces de forma elíptica, comenzando con la fijación del alfabeto occidental, en cuanto a la forma, función y secuencia de sus letras. Posteriormente, aborda la transición del rollo de pergamino al códice y la introducción de los espacios entre palabras, lo que a la postre transformó los scriptoria monásticos en lugares silenciosos y facilitó la lectura visual. Algo que llamó la atención previamente fue cuando describe a las comunidades de masticadores o “bisbiseantes” y el uso del estilo y las tablillas de cera. En general, el eje central del libro es el paso de la lectura colectiva en los monasterios al uso individual del libro, un cambio que se fortaleció hacia el siglo XII, donde se coloca la obra revolucionaria de Hugo de San Víctor.

    El libro, sin dejar de ser erudito, no se volvió una pesada obra académica y fluyó fácilmente entre los estudiantes, quienes seguramente se imaginaron en esos tiempos medievales o, por lo menos, repararon en cómo la evolución de la materialidad de un objeto común a su entorno propició diversos modos de leer. La dinámica se volvió interesante y se comentó sobre la cultura del libro y su lugar como elemento de las élites y los poderosos. Una compañera recordó que ya habían revisado en una asignatura La sociedad desescolarizada y este libro le ofreció otra faceta de su autor. Otro más habló de las lecturas evangélicas que están entrelíneas en En el viñedo del texto y alguien me comentó en privado sobre los paralelismos entre las antiguas tabulae y las tablets.

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