Un biógrafo de la verdad tras la literatura barroca

 


Por Manuel de J. Jiménez

En las vacaciones no pude leer la cantidad de libros que hubiese querido. Salté de un texto a otro y de un poema a un diccionario. Fui a una librería y encontré un título sugerente que llamó mi atención: Biografía de la verdad (2024). Una novedad de Siglo XXI de la autoría del filósofo mexicano Guillermo Hurtado. Entonces imaginé a la verdad como una personificación alegórica, es decir, como un personaje relevante en la historia de la humanidad: Verdad. Quizás con un trato de respeto: Doña Verdad. En ese sentido, lo que tendría que hacer Hurtado es biografiar a ese célebre personaje. ¿Cómo abordaría aquella menuda tarea y cómo seleccionar los acontecimientos relevantes en esa larga vida? ¿Cómo sacar certezas de un personaje tan manoseado y escurridizo?

Obviamente el camino no iba por allí, lo que hizo Guillermo Hurtado en este libro, que lo califico como un lúcido opúsculo, es escribir un ensayo filosófico. No es un ensayo literario, un ensayo académico o un ensayo de divulgación. Me parece que la primera virtud del texto es que recupera con gracia un subgénero un tanto perdido que podríamos entender como breve ensayo filosófico. De esa genealogía –por cierto, concepto clave en la obra– podría anotarse Ensayo sobre el origen de las lenguas de Rousseau o el brevísimo “Verdad y vida” de Unamuno –escritor significativo dentro de la biografía–, entre otros. Algo que me interesó es que sigue la vía negativa del concepto, así como Luis Villoro hizo lo propio para entender la justicia a partir de la injusticia. De tal suerte que identifica las no-verdades, es decir, la ignorancia y el error. Además, hay otras categorías que se podrían comprender como las anti-verdades, estas son: la mentira, la enajenación, el secreto, etc.

Me quiero detener en el último capítulo, titulado “Moralejas barrocas sobre la verdad”. En este punto, el filósofo busca poner a prueba o, por lo menos, ilustrar en la medida de lo posible varias consideraciones que mostró al lector en los capítulos anteriores. La cuestión moralizante en la literatura áurea ha sido trabajada desde muchas aristas y, de este modo, el autor toca una nota clásica. Sin embargo, me parece que no se dimensiona en su plenitud el mundo simbólico del barroco en lo relativo a la manipulación de una verdad ambivalente, fluctuante o curvada, aunque el autor hace referencia a paradojas y alegorías. Incluso me parece que el problema de la verdad se muestra más en el auto sacramental El gran teatro mundo que en La vida es sueño, aunque siempre es atractivo el monólogo de Segismundo. Hay otras obras, como la alarconiana La verdad sospechosa, que pone énfasis en los inconvenientes de la trasmisión de la “verdad”. A pesar de ello, hay apuntes interesantes, por ejemplo, cuando se afirma que la verdad quijotesca es moral-existencial: “Don Quijote puede leerse como la tragicomedia de los enredos con los que nos hallamos cuando pretendemos distinguir lo verdadero de lo falso” o cuando dice a propósito de La vida es sueño: “Lo que Calderón nos hacer ver es que no sólo la extraordinaria vida de Segismundo es como un sueño, sino la de todos y cada uno de nosotros: todos soñamos lo que somos y lo que vivimos sin entenderlo apenas”.




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