Libertad de ser: El yugo y la estrella


                                   


Libertad de ser:

El yugo y la estrella

 

Por: Jorge Arturo Reyes

A mi madre, Gloria Martínez,

que de paz goce.

 

Ayer caminé por el Paseo del Prado. Le di la espalda al malecón para andar sin miedo entre las estatuas de leones metálicos. Seguí de frente, sobre una duela luminosa. ¿Fue un transitar impulsado por el viento? Las copas de los árboles daban vida a la vida que andaba bajo su sombra. Los transeúntes contemplaban con indiferencia los edificios coloniales, la rutina les ha cambiado la mirada, ya no se asombran, el cubano parece que busca, pero no encuentra; el turista sólo toma fotos. Yo camino y me detengo en el tiempo de la palabra que jamás pronunciaré. Aún estoy parado sobre la línea de concreto que conduce al capitolio, quizá, lo menos cubano que tiene la isla.

          Me niego a abandonar el Paseo del Prado; así que camino lento, con el impulso cardiaco de la imaginación. Me agito, sufro una grieta, pero no caigo, la muralla vieja me inspira a seguir de pie. A lo lejos, como un zumbido amoroso, el mar –mis oídos lo captan entre las voces estridentes, entre los sonidos que distinguen a este bello lugar–.

          El sol cede un poco. El calor habita en el cuerpo. Llevo sal en la piel. Me dirijo a una dirección, al Parque Central. Busco a un hombre sincero, aquel que nació donde crece la palma. Espero encontrarlo. A lo Diógenes, llevo una lámpara para hallarlo: la poesía.

          Sigo de frente, enfilado bajo las nubes habaneras, descubierto por el Gran Teatro de La Habana, vigilado por la fábrica de habanos, señalado por el Capitolio. Pese a todo, avanzo. Jamás había sido tan difícil andar; cada esquina es un momento de mi memoria: Me siento triste por no recordar todo lo que mi vista me regaló aquella tarde que visité el Parque Central.

          Sin dogma, pero guiado por la poesía llegó a la estatua de José Martí. Un sendero de jardines bifurcados me trajo con él. Los caminos se entrecruzaban bajo el amparo de 28 palmeras, son alusivas al natalicio del apóstol de la independencia cubana.

          La estatua tomó el sitio que dejó la reina Isabel. Por decreto popular se determinó la sustitución, fue el autor de los Versos sencillos quien ocuparía el lugar al ganar la encuesta en 1899. Esta fue la primera de muchísimas más que se erigirían en honor al hombre que soñó con claustros de mármol para los héroes, pero con calles libres para los seres humanos. Su vida la consagró a ello. Su escritura a lo largo y ancho de nuestra América lo avala.

          Sediento, agito el cierre de mi maleta, saco un libro y hojeo sus páginas. Volteo al cielo, miro la estatua y pienso en mi madre. Leo en voz alta:

 

Yugo y estrella

 

Cuando nací, sin sol, mi madre dijo:

“Flor de mi seno, Homagno generoso,

de mí y de la Creación suma y reflejo,

pez que en ave y corcel y hombre se torna,

mira estas dos, que con dolor te brindo,

insignias de la vida: ve y escoge.

Este es un yugo. Quien lo acepta, goza.

Hace de manso buey, y como presta

servicio a los señores, duerme en paja

caliente y tiene rica y ancha avena.

Esta, ¡oh misterio que de mí naciste

cual la cumbre nació de la montaña!,

esta, que alumbra y mata, es una estrella.

Como que riega la luz, los pecadores

huyen de quien la lleva, y en la vida,

cual un monstruo de crímenes cargado,

todo el que lleva luz se queda solo;

pero el hombre que al buey sin pena imita,

buey vuelve a ser, y en apagado bruto

la escala universal de nuevo empieza.

El que la estrella sin temor se ciñe,

como que crea, crece.

Cuando al mundo

de su copa el licor vació ya el vivo;

cuando para manjar de la sangrienta

fiesta humana, sacó contento y grave

su propio corazón; cuando a los vientos

de Norte y Sur vertió su voz sagrada,

la estrella, como un manto, en luz lo envuelve,

se enciende, como a fiesta, el aire claro,

y el vivo que a vivir no tuvo miedo

se oye que un paso más sube en la sombra”.

—Dame el yugo, ¡oh mi madre!, de manera

que, puesto en él de pie, luzca en mi frente

mejor la estrella que ilumina y mata.

(Martí, 1963, pp. 116–117)

 

Referencia

Martí, J. (1963). Antología. Editorial Navarro.

  


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