The Fall of the House of Usher: En mis propios términos

 


Manuel Fernández Morales

Quiero dedicarle estas líneas a mis exalumnas y exalumnos, especialmente a aquellos con quienes he conectado a lo largo de estos diez años, a quienes les dirijo esto a modo de apología. 

En esas tardes de cansancio por una creciente carga académica, me encontraba vituperando (y es que no se ayudan) al esperado Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares. Lógicamente, además. Los abogados, en tanto operadores del orden jurídico, ven con poco aprecio el cambio de las reglas del juego que jugamos. Es así: quien preserva el orden es por defecto enemigo del progreso, por más que nos pintemos como adalides de este. En medio de ese proceso acudí a la televisión, ese enemigo actual del pensamiento libre y tan polarizado que duele verlo: verdades maniqueas plagan todos los contenidos, de izquierdas y de derechas, de conservadores y liberales, de hombres y monstruos. Pero allí estaba yo, hombre del siglo XXI, producto de contradicciones y mis tiempos, arrullado por Netflix. 

En esos minutos encontré, por primera vez en mucho tiempo algo que llamó mi atención: The Fall of the House of Usher. No sé decir ni sinoptizar si esta obra es maestra, pero cumplió con tatuarse en mi como mi vieja compilación y antología de Poe lo hizo allá en mi pubertad. Para los viejos lobos de mar como yo, Poe es parte de la cultura del internet 1.0, de morir en soledad y sus métodos. 

Allí, por alguna razón, pensé en mi cátedra impartida en la escuela que más amo por ser mi casa. Me pregunto por qué la pandemia ha arrebatado la chispa de la rebeldía, la curiosidad por el mundo. Cada vez más, la juventud norma el estándar y no la rebelión: se cuestiona poco, se vive corto e intenso y se olvida el placer de descubrir, de la lectura larga, del misterio y la imaginación de Poe. 

Y allí, en una compilación que relata los horrores de la posmodernidad, la crítica al capitalismo caníbal, al hedonismo desenfrenado, al culto al dinero, a la desinformación y a las verdades a medias, en donde las grandes corporaciones manipulan la verdad, donde el héroe es un fiscal de la diversidad (BRILLANTEMENTE EJECUTADO) en contra de un representante de la efigie del patriarcado capitalista, aparece de algún modo un antihéroe con el cual resueno en cada parte de mi: Arthur Gordon Pym, abogado general de Fortunato Pharmaceuticals. Y quien mejor para ser el héroe que ese muy maltratado y olvidado Mark Hamill. 

A Mark Hamill la vida le ha jugado duro: ha tenido que defender que el héroe más héroe de todos los millenials y los boomers acabó siendo un infanticida en potencia y un ermitaño borracho de leche de alienígena. A ese que otrora nos enseñó que a la tiranía no se le vencía con violencia (sigo pensando que fue una apuesta arriesgadísima arrojar ese sable de luz) sino con moral férrea, que la maldad verdadera es redimible con el amor y la compasión y que construyó una cosmogonía en el corazón de millones le tocó tragarse un rol penoso que bajo contrato ha tenido que defender a pesar de sus primeras declaraciones, porque el nuevo Disney no propone: reabsorbe y vomita en forma de pérdida millonaria. Pero cuando se pase la cruda de las secuelas y de alguna forma extirpen el cáncer de Kennedy en Lucas, nos queda el que es un Jedi, como su padre antes que él. A Mark le queda ser héroe, aunque no quiera, aunque no lo dejen. 

En House of Usher, Hamill vuelve a salvar el día: Arthur Gordon Pym, en honor a su narrativa homónima no se esconde en lo que es: una herramienta. El samurái (que para quien no sepa significa servidor, no guerrero) perfecto, solo ES en función de su prestación. El espacio para el ego evita esta vida perfecta de servicio al señor feudal, al propósito más alto del vasallaje férreo que enamoraba en las películas de Kurosawa y que vivía en los sueños de los niños porque apareja la perfección en mente y cuerpo. Yo no sé qué sueñen otros nenes, porque solo miro a la mía: sueña con ser una samurái. 

Pym es presentado de forma ominosa: el ejecutor de las fechorías de los hermanos Usher. En los primeros episodios, el primogénito resume su rol a su hermano más pequeños: ‘Solo se dice lo que Pym permite’. Y solamente Pym habla, sólo Pym comprende los designios de su padre y su tía. Solamente él tiene el oído de ambos y de alguna forma pareciera que opera de forma autómata, con un vacío moral donde no le importa otra cosa que su rol dentro de la empresa. Cómo me quedé enganchado a la pantalla al saber que en ese núcleo de amoralidad se encuentra el valor más olvidado y necesario de todos los abogados: la convicción férrea. 

Pym debe ser estudiado por todo buen abogado (en sentido estricto, jueces y funcionarios ABSTÉNGANSE de verse reflejado en él). Pym es estudioso al grado de ser solitario, es terror en el estrado, es consejo fiel en su representado al grado de la complicidad, es la razón cuando el barco tambalea, observador imparcial, culto fuera de la ley y gracioso ante sus oponentes. Nada puede ser más brillante que sus intercambios con la fiscalía en esas puestas en escena. Y parecería que es despreciable porque ayuda a su cliente a salirse con la suya: y lo es. Pero si alguien tiene redención en esta serie y en mi pluma es él. 

Jamás habríamos imaginado dentro de su frivolidad que Pym era capaz de matar por su señor, pero menos hubiéramos imaginado que Verna, motor sobrenatural de la serie, iba a encontrarlo un adversario digno de admiración. Ya nos adelantan que Pym, como en su narrativa de tinta, habría recorrido el mundo, se habría vuelto una celebridad de su tiempo y hubiera atestiguado la degradación de su expedición a las fechorías del conquistador blanco. Pym era más herramienta que hombre porque ser hombre le dolía. Ser humano es permitirse sentir, y para nosotros las herramientas los sentimientos son defectos por extirpar, no virtudes a exaltar. Lo que mantiene a nuestro abogado admirable y honesto, es que está dispuesto a irse en sus propios términos. 

Despojado de la corporación, de su daimio y de sus herederos, a Pym le condenaba no solo el peso de la ley, pero también el peso de su moral. Un hombre que había sido testigo de una maldad que su propio código le impedía atacar, le pide a la fiscal de todos los fiscales que le conceda la gracia de irse en sus términos. Pagar una pena que es la más dolorosa de todas: ser testigo y participe de la injusticia de forma pasiva. Sobre el Pym abogado no pesaba nada, sobre el humano aplastaba el cargo de conciencia de facilitar la muerte, la adicción, el crimen. Su soledad emanaba de su desprecio por su pasividad, por su imposibilidad de haberse sublevado contra el mundo cruel que vivió y facilitó en ejercicio de sus funciones, y esa es la condena que todo abogado ha de vivir. A quien no le cause duda si siempre representó el lado de la verdad debe tomar mejores brebajes que los que Fortunato preparaba: la vacuna de la moralidad ambigua. 

Yo no sé si soy Arthur Pym: es pronto para saberlo. Pero sí sé que me quiero ir un rato del mundo jurídico porque me preocupa la rigidez de lo que se suponía iba a ser la mejor época para discutir y crecer los derechos, y me duele el ensañamiento (quizá ganado) en contra del aparente elitismo de nuestra profesión pues el embate y crisis que vivimos llega desde las tribunas más deshonestas que la modernidad haya conocido. Por eso este espacio es para mis exalumnas y mis exalumnos, porque por allí he formado con mucha fortuna (o pena) algunos “Arthurs” que necesitan leer esto, aquellos guardianes de la moralidad en el panorama jurídico actual: siempre debe existir la posibilidad de vivir (y morir) en sus propios términos. Pero si han de escoger, vivan, vivan cuestionando, replanteando, creciendo y vivan con convicciones críticas. Y hasta que la dignidad se haga costumbre. 

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