Sobre los indios como perros. Un caso de derecho indiano
Por Manuel de J. Jiménez
Hace un par de semanas reflexioné junto con
mis alumnos de la nueva asignatura de Método del caso sobre un problema de la
modernidad temprana a partir de un escenario hipotético, donde un encomendero
vejaba a los indios llamándolos perros y azotándolos por flojos en 1581. La quaestio era sencilla: ¿Era legal esto
bajo el marco del derecho novohispano? Aquí la narración:
Don
Fortún Ximénez, natural de Aragón, señor avecinado en Puebla de los Ángeles,
posee una hacienda considerable. Goza de honorabilidad, procede de una familia
de cristianos viejos y se dedica a mercar telas finas, especies y otros
estancos. Cumple con sus deberes ante la Santa Madre Iglesia y se le ve cada
domingo en misa en compañía de su mujer, doña Josefa de Luna y sus hijos, todos
ellos, varones ilustres de esta ciudad. Tiene en encomienda varios indios de la
tierra de Cholula. Estos naturales no siempre obedecen a don Fortún en los
trabajos que el señor ordena y se quedan en sus casas. Entonces este los llama
al orden, les dice perros holgazanes y castiga con azotes a los renuentes.
Para ello, revisamos que
el insulto de perro era frecuente en la época para aludir a los naturales como
lo muestran varios pasajes de la literatura de la conquista, crónicas e
historias (no confundir con la cruel práctica del “aperreamiento”). La
animalización del indígena venía incluso de autoridades eclesiásticas y teológicas,
pues hay que recordar cómo Ginés de Sepúlveda, en el contexto de la junta de
Valladolid de 1550, los calificaba como humanos disminuidos usando categorías
aristotélicas y llegó a compararlos con osos y otras bestias. Esto en
concordancia con una genealogía de las semipersonas jurídicas, estudiada por
José Ramón Narváez en La persona en el
derecho civil.
Por ejemplo, Antonio de
Remesal en su Historia general de las
Indias Occidentales y particular de la Gobernación de Chiapa y Guatemala, registró
la llegada del obispo Bartolomé de las Casas a Ciudad Real de Guatemala en
septiembre de 1541, poco antes de que se diera un fuerte terremoto. Allí registró
“No es posible, decían, sino que el obispo entra, y aquellos perros indios
no nos han avisado; que este temblor pronóstico es de la destrucción que ha de
venir por esta ciudad con su venida”. Los vecinos de la ciudad, sabedores de la
fama reformadora del dominico, buscaron quejarse ante el arzobispo y el rey,
pues se trataba de un “hombre alborotador de la tierra, inquietador de los
cristianos y su enemigo, y favorecedor y amparador de unos perros indios”.
Incluso durante la ardua
tarea de la llamada “conquista espiritual”, algunos religiosos acudían a este
insulto. En Diario de viaje. De Salamanca
a Chiapas. 1544-1545, Fray Tomás de la Torre comentó lo siguiente: “El
predicador sabía el credo en latín y los mandamientos en romance y aquello iba
a enseñar (…) Juntábalos a palos en la iglesia y decíales el credo en latín y
los mandamientos en romance, si los sabía; y los oí yo alabarse muchas veces de
esto que habían hecho y llamar a los indios perros emperrados que no
querían saber las cosas de Dios ni creer en Él”.
La respuesta al caso de
don Fortún era que este actuaba ilegalmente. Desde el punto de vista normativo
mas no en la práctica usual de los encomenderos, ya las Leyes de Burgos de 1512
prohibían dicha conducta, tal cual se estableció en la ley veinticuatro: “ordenamos
que persona ni personas algunas no sean osadas de dar palo ni azote ni llamar
perro ni otro nombre a ningún indio sino el suyo o el sobrenombre que tuviere y
si el indio mereciere ser castigado por cosa que haya hecho la tal persona que
lo tuviere a cargo, los lleve a los visitadores que los castigue so pena que
por los palos y azotes que cada vez diere al tal indio o indios pague cinco
pesos de oro”.
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