Mi hermano el Alcalde (Fernando Vallejo): Tras la huella del caciquismo jurídico-político

 


Por José Ramón Narváez H.

Un mal aqueja a nuestros pueblos latinoamericanos, estamos a expuestos a la voluntad voluble y autoritaria de nuestros líderes políticos quienes utilizan el propio ordenamiento constitucional para sus intereses personales. 

Pensé llamarlo caudillismo pero es un término anacrónico y ligado a las revoluciones y movimientos sociales pasados, ahora los mecanismos de control son más sofisticados, se hace a través del Estado de Derecho, incluso tienen el descaro de decirlo abiertamente; pero hay una cuestión más preocupante, esta imposición de alguna manera es aceptada por el pueblo: apatía, frustración, impotencia, que sé yo, lo cierto es que se tolera y hasta se aplaude en la esperanza de que eso sirva de barrera protectora contra ese mismo poder, quedar dentro del grupo favorecido o al menos no ser identificado como parte del grupo opositor; aprendimos a mimetizarnos, y eso se mira como una gran virtud política.

Es el miedo el mejor control político de nuestros tiempos, y es el derecho el mejor vehículo para comunicarlo; porque es el derecho que se utiliza para amenazar, chantajear y extorsionar.

Por obvias razones terminé de nuevo pensando en La muerte tiene permiso de Edmundo Valadés, ese cacique que despojo, amedrentó y asesinó a los campesinos que no tuvieron más opción que el magnicidio pero que al final buscaron en el propio derecho una manera de justificarse, justo como el opresor les enseñó. Pensé también en La ley de Herodes de Luis Estrada y sus múltiples referencias visuales que relacionan abuso de poder y derecho -incluso, concretamente derecho constitucional- pero por hacer algo distinto recordé Mi hermano el alcalde de Fernando Vallejo, quien desde México nunca renunció a pensar en Colombia, y que se volvió icónico diagnosticando literariamente la violencia que genera el crimen organizado en La Virgen de los Sicarios que hasta en el título nos lleva a un tipo de poder carismático que se presenta como salvador pero que termina aniquilándonos.

En Mi hermano el alcalde el caciquismo se representa como una fuerza omnímoda y taumatúrgica, todo en lo abstracto parece maravilloso, pero ahí se trata de una fuerza voraz que lo consume todo, desde la propia campaña electoral, el derecho se utiliza a modo para satisfacer las ansias de poder pero siempre está latente la idea de un posible beneficio, que robe tantito pero que deje algo; hasta los muertos que votaron obtuvieron su cementerio. La ciudadanía se convierte en instrumento, se cosifica al electorado, se le ve como el medio para ese fin tan anhelado, de entrada no se quiere hacer daño a las personas pero las personas en realidad no cuentan, sólo como requisito.

La lógica política termina siendo locura, todo vale y el poder justifica cualquier cosa. El caciquismo concentra el poder en una persona, la sociedad se disuelve, se vuelve una parte secundaria del ejercicio de poder, el derecho se convierte en un mecanismo de comunicación entre el centro y la periferia pero también en un mecanismo de control. 

El caciquismo parte de una idea ilustrada y vertical. Se basa en una narrativa hagiográfica que crea dos mundos el del cacique impoluto y el pueblo pecador que debe purgar su existencia; es un poder que se presenta cercano al pueblo pero en realidad es un poder imposible porque nadie puede ostentarlo mientras no haya un proceso de santificación al cual sólo muy pocos accederán y será a través de las propias reglas que la misma narrativa impondrá.

El gran logro de la modernidad es habernos hecho pensar que era posible que el poder estuviera en el pueblo, que sería racional y basado en reglas, pero en realidad nunca abandonó su sacralidad ni su carácter hereditario; sólo unas cuantas estirpes acceden y eventualmente alguien más se cuela pero siempre en el marco que la propia clase política impone.

Es difícil pero no imposible, el reto es pasar de un poder para el pueblo a un poder del pueblo y con el pueblo.       


 

 

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