James Joyce y el derecho al trabajo

 


                                                                                                                                                     Por: Arturo Reyes

Es domingo de pascua y hay tráfico en la carretera del arco norte. Los automóviles avanzan a vuelta de rueda. Un accidente alentó el paso sobre el espinazo asfáltico. La tarde va cambiando su color y un cielo plomizo pinta los matices del instante. No conduzco así que estiro las manos. Alcanzo un libro para retomar la lectura de Dublineses. Abro el libro y el aire de afuera comienza a apagarse. Leo el título del cuento, "Contrapartidas". Me fugo; Dublín me espera.

Como parte de Dublineses, en 1914 James Joyce publica el relato de un trabajador que sostiene una mala relación con su empleador, el señor Alleyne. La subordinación laboral le obliga a Farrington a apaciguar su voluntad, a obedecer y a reprimir sus necesidades, lo que le propicia conflictos existenciales.

En un inicio, el trabajador atiende al llamado de uno de los socios de la compañía Crosbie & Alleyne. En el despacho del señor Alleyne padece humillación y la amenaza de que, si no concluye la copia de un contrato antes de terminada la jornada laboral, será acusado con el otro socio para valorar su continuidad. Y, por si fuera poco, le informan que su horario para almorzar se reduce de una hora y media a treinta minutos. Farrington promete terminar antes de las 5:30. Como dice Joyce (1999), en ese momento, "Un espasmo de ira le atenazó la garganta durante unos instantes, dejando tras él una aguda sensación de sed (p. 75). Farrington camina rumbo a su escritorio con la amarga sensación. Se sienta y se dispone a escribir, pero sólo lee: "En ningún caso el susodicho Bernard Bodley..." (Joyce, 1999, p. 75). Decide ponerse de pie para salir rápidamente a la calle por una bebida que apague su sed. El encargado del piso lo observa, le indaga y él hace caso omiso.

Tiene sed y como fiel seguidor de las costumbres de su país, es un asiduo visitante al bar. No quiere trabajar, se siente hastiado y se sabe acosado en su fuente de trabajo. Ya no lo soporta. No obstante, mete las manos al bolsillo y confirma su necesidad. Así que piensa en un préstamo para una noche de copas. ¿Se lo autorizarán? Lo único que desea es beber con sus amigos; la jornada laboral y la quiebra financiera le impiden disfrutar de la vida. Pese a todo debe volver pues salió de manera furtiva.

Atragantado por el vaso de cerveza bebido de un solo golpe, decide emplearse, pero en el escritorio avanza una palabra: "En ningún caso podrá el susodicho Bernard Bodley beneficiarse..." (Joyce, 1999, p. 75) Vuelve a sustraerse y recuerda que no es respetado por su patrón.

Pasado el tiempo se percata que restan catorce cuartillas a la copia del contrato, que no acabará. Además, le faltaron dos cartas por escribir, lo que generó el reclamo del señor Alleyne. Frustrado, el trabajador dice una impertinencia. Todos presencian la escena. Él está a punto de ser despedido, sin embargo, Farrington se disculpa vehemente con el señor Alleyne.

Desde la carencia mete su mano al bolsillo y encuentra la solución, empeñar su reloj. En la casa de empeño consigue dinero y con ello la posibilidad de visitar el bar —el trabajador salió de la fábrica, se dirige al bar y yo no avanzo mucho por el tráfico—. Las copas y el coqueteo con lo prohíbo están a su alcance. Bebe, disfruta y es generoso con sus acompañantes. Olvida el despotismo de su jefe e intenta apagar su sed, sin embargo, fracasa. Pasadas las horas ha quedado sin dinero, sin reloj y para colmo, no ha conseguido ponerse borracho. No queda más remedio que volver a casa, sólo que con más frustración que otros días. Una esposa y cinco hijos le esperan.

Encuentra un hogar a oscuras. Uno de sus descendientes le saluda con emoción. Él sólo pregunta por su cena. Su prole se propone a prepararla; no repara en ello, sino en que su hijo descuidó el fuego. Furioso, toma un bastón y está a punto de sacar todo su coraje. Su hijo corre, pero rápido lo alcanza, lo sujeta y comienza a golpearlo. Una voz implora, pero los golpes siguen cayendo. Nace una promesa: “¡No, papá! ¡No me pegues, papá! Yo… Yo rezaré una Salve por ti… Rezaré una Salve por ti, si no me pegas… Rezaré una Salve…” (Joyce, 1999, p.83).

Levanto el rostro y me sumerjo en el páramo yerto.

 

Referencia

Joyce, J. (1999). Dublineses. Grupo Editorial Multimedios.

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