Ayotzinapa: Memoria, justicia y derecho a la verdad

 


Por: Diana Osmara Mejía Hernández

Este 26 de septiembre se cumplieron siete años de impunidad e injusticia. Siete años de preservar en la memoria el silencio de 43 estudiantes normalistas desaparecidos en el tiempo. Se trató, sin duda, de un caso emblemático de violación a derechos humanos (entre los que destacan el derecho a la vida, a la integridad personal, a la libertad de expresión, así como al reconocimiento de la personalidad jurídica) encubierto por el Estado mexicano a través de una «verdad histórica» indefendible. Ahora solo quedan sombras y abismos, restos de un recuerdo lejano en el que la dignidad de un país lleno de dolor y lágrimas también ha ido desapareciendo.

El caso de desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Isidro Burgos en Ayotzinapa, Guerrero, planteó grandes desafíos para las autoridades y los instrumentos internacionales luego de que se difundiera, a través del poder político y mediático, un discurso endeble e injusto en el que subyacen informes falsos e inconsistentes sobre el paradero de los estudiantes, así como perversos y espurios intereses políticos cuya función es engañar a sus gobernados.

La narrativa oficial, versión que fue difundida durante el gobierno de Enrique Peña Nieto y la entonces Procuraduría General de la República, informó una serie de hechos que, en apariencia, resultaban verídicos. La madrugada del 26 de septiembre del año 2014, 43 estudiantes de Iguala, Guerrero, que se encontraban en sus actividades habituales de boteo y toma de autobuses en conmemoración de la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre, desaparecieron luego de ser atacados por elementos policiales acompañados de hombres armados a causa de una “terrible confusión”.

Según los informes presentados por el exprocurador Jesús Murillo Karam, la banda de narcotráfico “Guerreros Unidos” confundió a los estudiantes con sus rivales “Los Rojos”. Lo que sigue parece ser historia. Los 43 normalistas fueron asesinados y sus cuerpos incinerados en el basurero municipal de Cocula. Los restos, arrojados en el Río de San Juan. De acuerdo con los dichos del exprocurador, esta versión fue presentada como la verdad oficial. No obstante, a partir de tales afirmaciones se fueron presentando una serie de incongruencias e informes insuficientes que, ante los ojos de muchos analistas, entre ellos el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la CIDH, se encontraban por debajo de los estándares de protección a los DDHH.  

Entre la indignación, la notoria y perversa relación entre los medios de desinformación y las autoridades corruptas, así como el discurso ficticio y, por demás, absurdo, que nos presentó el gobierno mexicano, subyace un hecho que sí es verídico: existe algo que no nos han arrebatado: un empecinado y ardiente síntoma de esperanza por alcanzar la verdad.

Por ello, a siete años de su partida y, siguiendo los pronunciamientos de los diferentes actores internacionales, se vuelve necesaria la reconstrucción de narrativas encaminadas al esclarecimiento de los hechos, al entendimiento de que el derecho a la verdad, emparentado con casos de desaparición forzada como el que hoy nos convoca, supone no solamente la obligación con la que cuenta el Estado para tomar medidas encaminadas a investigar y sancionar a los responsables de los hechos delictivos. Es importante también comprender y ser empáticos con los familiares de los desaparecidos, pues ellos cuentan con el derecho de conocer el destino de las víctimas y la verdad de lo sucedido que se aleje de los famosos “discursos demostrados” que nos han querido imponer. El día que México despierte, que no se empeñe en ocultar su historia y desaparecerla, ese día por fin comenzaremos a hacer justicia en memoria de los que ya no están.


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