Uribe tenía razón

 


Por Manuel de J. Jiménez

El pasado 19 de mayo, las Jornadas Derecho y Literatura iniciaron un ciclo de iuspoéticas (hicieron grata mención al origen conceptual del término mencionado a Cayo Cactus y a mí) con la figura de Armando Uribe Arce. La mesa fue dinámica y los internautas pudieron conocer testimonios de primera mano sobre el intelectual chileno, la pretensión ética ineludible y el afán lírico de su escritura. Entre otras cosas, se valoró el largo silencio del poeta durante la dictadura militar a modo de protesta, su defensa jurídica del cobre, su labor profesoral y la experiencia del exilio. Al final, se especuló sobre si don Armando hubiese ido a votar el pasado fin de semana y cómo hubiese entendido el entusiasmo por una nueva Constitución. «Uribe tenía razón» fue un esténcil que apareció en el contexto de las protestas.

Cuando estuve en Santiago a finales de 2019, me traje algunos libros, específicamente La fe el amor la estupidez (2006). En la biblioteca de mi amigo Cayo iba hojeando otros libros que no pude conseguir, pues cada vez más es difícil obtener los libros de Uribe, prefigurándose como un autor de culto. Sus memorias, dispuestas en dos volúmenes, son una ventana abierta no sólo para comprender la vida del abogado y poeta, sino para dimensionar el pulso de los acontecimientos históricos del siglo XX en Chile y el mundo. Recordemos la participación del poeta en el Tribunal Russell II para América Latina.  

Es nítido leer el espíritu de Armando Uribe en sus poemas y reconocer cómo, después de la partida de su esposa, va confeccionando una poética de la espera de la muerte. Si acaso podemos localizar versos iuspoéticos en este y otros libros, pues se encuentran disgregados aquí y allá, hay que poner atención a piezas como esta:

 

En su justicia, con la vara
con que yo juzgo, que me juzgue,
y en su misericordia, superior
a toda vara, confío, Señor
Dios Santo, déjeme que busque
Su amor, y vea la sagrada cara
(porque mal amo, porque, para, por.)

 

Se trata de un poema sobre los símbolos reajustados de la justicia y de un iusnaturalismo que revisita la tradición petrarquista. ¿Quién juzga? Acaso Dios o ella, en ese amor posesivo que se escribe con mayúscula. El poeta solicita a su interlocutor misericordia, mayor a cualquier vara, como si se tratara de un principio de excepción a la ley bíblica de Mateo 7. El poeta «confía» porque es un católico doctrinario que refuerza la sobrevida transcurrida en su departamento. Él mal ama y lo declina entre paréntesis, porque se abren las posibilidades morfológicas del «mal amar» en este mundo. Se oye ocultamente un ruego a Dios para seguir el camino de Dante y encontrarse con el rostro angelical de su amada: Cecilia Echeverría.

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