El testimonio de Mariátegui

 


Por Manuel de J. Jiménez

Es sabido que en su clásico Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), José Carlos Mariátegui dedica casi un tercio del libro al análisis de la literatura nacional en lo que llama “El proceso de la literatura”. Este hecho, personificar a la literatura peruana para que sea sujeto de un proceso cuasi-judicial, es ya demasiado sugerente para la cultura jurídica de la literatura en América Latina. Como dice Antonio Melis, el intelectual peruano usó la expresión en dos sentidos. “Por un lado, alude al desarrollo histórico de la literatura de lengua castellana en el país andino a partir de la conquista. Por el otro, recupera la ‘acepción judicial’ del vocablo, afirmando la función imprescindible de la crítica. Además, afirma explícitamente que el suyo es un ‘testimonio de parte’, rechazando cualquier afirmación hipócrita de una supuesta imparcialidad”.

            En este último ensayo, Mariátegui explica el devenir de su literatura nacional, haciendo una crítica al apego colonial y finaliza con las corrientes del indigenismo. Entre ello, pasa revista por la obra de autores ineludibles como González Prada, Santos Chocano, Eguren, Vallejo y nombres recientemente revalorados y leídos por las generaciones actuales como Magda Portal, entre otros. Me parece que la estrategia en la toma de posición dentro de ese proceso al acudir como testigo, más allá de eludir la imparcialidad imposible, es porque no quiere ser juez. Su testimonio de parte puede ser uno más dentro de muchos otros que serán valorados. Esto también se observa cuando al final no presenta una resolución ni mucho menos una sentencia de lo que ha sido y debería ser la literatura peruana, es decir, no finca ningún tipo de responsabilidad en torno a autores y obras. Al final resulta sólo un “balance provisorio”.

            Allí dice claramente lo que examina: “No he tenido en esta sumarísima revisión de valores-signos el propósito de hacer historia ni crónica”. Lo que hace es “esbozar los lineamientos o los rasgos esenciales” de la literatura. Podemos decir entonces que lo que busca trazar con su testimonio es una especie de retrato hablado de esa literatura particular. ¿Qué facciones tiene? ¿Cómo puede ser interpretado su espíritu? En ese sentido, como lo pone de manifiesto Mariátegui, hay un ejercicio teorético. “Mi trabajo pretende ser una teoría o una tesis”. La actitud es revisionista, además afirma:

 

En este proceso, como es lógico, se juzga el pasado; no se juzga el presente. Sólo sobre el pasado puede decir ya esta generación su última palabra. Los nuevos, que pertenecen más al porvenir que al presente, son en este proceso jueces, fiscales, abogados, testigos. Todo, menos acusados.

Más allá de la escusa planteada respecto a no abordar la obra de los poetas que en las primeras dos décadas del siglo XX empezaban a descollar, Mariátegui argumenta en función de los fines de la oratoria forense: se trata de interpretar los hechos pretéritos en concordancia con un horizonte de justicia. El proceso está dirigido a ser institucionalizado por los «nuevos». Ellos serán los operadores jurídico-literarios de ese proceso ficticio que mantiene hasta el final el símil con el acontecimiento jurisdiccional (decir el ius, la justicia). En ese proceso, él sabe que será parte de futuros autos y podría ser juzgado, para bien o para mal, en una dimensión mayúscula: el juicio de la historia. De este modo, a ya casi cien años, podemos decir que la obra –no solamente literaria− del ciudadano José Carlos Mariátegui La Chira es fundamental para procesar el devenir social y cultural del Perú y de América Latina. 

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