Colombia, tierra fértil para la muerte, se aferra a la violencia y al olvido.
Por
Paula Nathalia Correal Torres.
Héctor
Abad Faciolince presenta desde su trágica, pero tristemente cotidiana,
experiencia de vida una radiografía de la realidad colombiana y abona a través
del libro El olvido que seremos, a la reconstrucción histórica del país,
y por este mismo camino a descubrir algunos de los cientos de actos y
sacrificios heroicos que se han pretendido sepultar en el pasado de la nación.
Los múltiples intentos por “poner en palabras la verdad, para que ésta dure más
que [la] su mentira” han cobrado más vidas de las que la institucionalidad está
dispuesta a aceptar, pero han contribuido a desdibujar un imaginario colectivo
que raya en la inocencia, de que Colombia es uno de los países más felices del
mundo.
La
situación actual de Colombia le ha dado la razón a la frase de Héctor Abad,
“como si la historia fuera cíclica y este un país de sordos”, o tal vez no de
sordos, sino de una sociedad que trata de aferrarse a la máxima de Ernest
Renan, “la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas
cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas otras”. El olvido de
ciertos acontecimientos es quizás la única forma en que la nación puede seguir
viviendo en un país con un promedio de 30 asesinatos diarios y seguirse
diciendo que viven en una democracia participativa y pluralista, donde impera
el derecho y donde los actos de violencia son actos aislados que se justifican
en la premisa de no convertirse en una dictadura comunista o socialista, o
peor, castrochavista como la hermana nación venezolana.
El
relato de los asesinatos en el país en las décadas de los ochenta y noventa, y
las intentonas por eliminar cualquier modificación de las cosas tal y como las
elites proyectaban que fueran, se ha matizado o más bien, se ha sabido
disfrazar mejor. A través de figuras tan deleznables como los falsos positivos
(presentación de civiles asesinados a manos del ejército nacional vestidos de
guerrilleros como triunfos de las fuerzas regulares), o la reducción de los
lideres sociales a criminales en contra del Estado, cuyo único crimen es
defender los recursos naturales, la vida en condiciones dignas y condiciones
mínimas de igualdad. Esta situación se refleja cada día en innumerables
asesinatos, desde políticos hasta comediantes, constantes amenazas ante
cualquier indicio de pensamiento crítico o libre que no se circunscriba a los
extremos políticos enfrentados y actualizados desde la época de godos
(conservadores) y cachiporros (liberales).
La
lucha del poliatra que protagoniza el texto, sigue vigente, pues las
causas que encontraba justas y urgentes, como la búsqueda de desaparecidos, la
defensa de los derechos humanos, la protección de la universidad pública y el
ideal de despertar la empatía frente al dolor, la pobreza, la opresión y la
injusticia continúan siendo el estandarte de los mejores rostros y los mejores
impulsos del país. Personajes que se renuevan cada cierto tiempo por obra de la
violencia y que pasan al olvido por obra de la indiferencia. El clima de
exterminio contra el saber, las investigaciones y el actuar estatal para seguir
construyendo país sobre la impunidad ahora son más difíciles de ocultar y por
tanto más difíciles de olvidar. Hoy, sigue siendo urgente construir una
epidemiologia de la violencia, como deseaba el doctor Héctor Abad Gómez y a
partir de allí trastocar la ideología, impuesta a fuerza de devenir histórico,
de que la violencia es la única respuesta.
Retomando la última parte de la máxima de Ernest Renan "... que todos hayan olvidado muchas otras”, los individuos nunca han olvidado, posiblemente se han acostumbrado a vivir así, han normalizado vivir en un ambiente lleno de violencia y les ha dejado de sorprender escuchar noticias tan inhumanas. Lo más triste de vivir en este tipo de situaciones es acostumbrarse a vivir con ello, aprender a lidiar con la violencia porque existe una impunidad terrible y se ha perdido la esperanza.
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