De amor como antídoto y de sombra como vuelta a la realidad. Lo banal de la (in)justicia
Por Diana Soto
Zubieta
Desde mediados del siglo pasado, Hannah Arendt (1) nos
compartía su visión sobre el mal: observaba
que hay algo especialmente turbio en éste cuando se ejerce con una banalidad inaudita.
Las justificaciones –a todas luces insustanciales– para las atrocidades cometidas
en el nazismo y de las cuales parte Arendt para construir su reflexión, pueden
equipararse a los actos cometidos en cualquier dictadura, que no se erige por
la omnipotencia de una sola persona, sino por la acción de muchos y por la
permisión y pasividad de otros tantos. Es aquí donde ubicamos a la novela De amor y de sombra de Isabel Allende,
cuyo contexto se encuentra en la sociedad e instituciones chilenas de la década
de los setenta del siglo pasado.
El golpe militar en Chile transformó la vida pública y
privada del país. Principalmente, es a través de la historia entre Irene y
Francisco que el lector de la novela de Allende puede sustraerse del contexto
sociopolítico, al menos por momentos. A eso alude el amor en el título, para, por el contrario, hacer referencia a la
barbarie que tenía lugar en el mismo periodo de tiempo, y que Allende denomina
la sombra. Sombra de la que Irene se
mantenía ajena, barbarie que pensaba como lejana a la realidad. Impetuosa y
alegre, contemplaba las malas noticias como si se tratara de un cuento, como
si, mientras más cercanas estuvieran a ella, más se tratase de un misterio por desentrañar
a la manera de Giosuè en La vida es
bella. Francisco, en cambio, sabía bien que la dictadura no era un juego:
tanto él como varios integrantes de su familia llevaban a cabo acciones contra
los golpistas militares.
Pero ¿dónde cabe la reflexión de Arendt en todo esto?
Después de encararse con la realidad y admitir que la tortura, las
desapariciones y los asesinatos eran prácticas sistemáticas en la dictadura,
Irene se involucró en el activismo contra el régimen en compañía de Francisco. Esto
los llevó a confrontar a la máxima autoridad judicial en Chile. En el actuar
del juez destaca la banalidad del mal, las
razones en apariencia inocuas por las que se había convertido en un engrane más
que permitía a los golpistas militares cometer los actos más indignos (y no
sólo indignantes, pues negaban la propia dignidad al omitir el reconocimiento
de la ajena). Así, el juez sabía que
“… había llegado su hora después de
tantos años de sortear la justicia de acuerdo a las instrucciones del General,
de tantos años perdiendo expedientes y enredando a los abogados… en una maraña
burocrática, de tantos años fabricando leyes con efecto retroactivo para
delitos recién inventados; … hubiera sido mejor retirarme a tiempo… con
dignidad… sin esta carga de culpas y vergüenzas que no me dejan dormir y me
asedian durante el día en cada descuido, a pesar de que no lo hice por ambición
personal, sino por servir a la patria tal como me lo pidió el general…” (2)
Como el juez, muchos otros militares y colaboradores
actuaron indolentes, con la banalidad de quien simplemente sigue órdenes y que,
con ello, permite a regímenes despóticos perpetuarse y “funcionar”. La
injusticia es generada, en buena medida, por la indolencia.
Los vestigios de la dictadura en Chile pueden verse
aún en nuestros días. Tenemos la oportunidad de presenciar cómo una inmensa
cantidad de personas en ese país no están dispuestas a continuar rigiendo las
cuestiones fundamentales de su existencia por una constitución creada en pleno
régimen militar y que se construyó con la sangre de la disidencia. No resulta
sorprendente la incapacidad de la dictadura para resolver los desacuerdos con
la dignidad humana como principio inquebrantable. Por supuesto que, para el
advenimiento de una nueva norma suprema en el Estado chileno, tendrán que
conciliarse las visiones de justicia que se defienden a través de diversas
acciones colectivas y movimientos sociales. Parece una tarea sumamente compleja
la de homologar las exigencias abstractas de justicia para llevarlas a lo
concreto, pero es una demanda legítima y necesaria.
Hace falta discernir sobre las maneras precisas en las
que la justicia es un objetivo realizable en sociedades cada vez más plurales. Lo
cierto es que las vivencias íntimas, lo personal, la amistad, la familia o el
amor –como el vivido por Francisco e Irene– puede distraer de las condiciones
colectivas, pero las sombras están en las ideologías que se implementan a
través de dogmas, que son herméticas y represivas, y, en un contexto de
penumbras, lo privado se trastorna tarde o temprano. Por ello, Rawls
consideraba que “La elección del individuo… es una elección colectiva… los
principios elegidos [en el ámbito personal] han de ser aceptables a otros
seres”. (3)
_____________________
(1)
Arendt, Hannah, Eichmann en Jerusalén. Un
estudio acerca de la banalidad del mal, trad. de Carlos Ribalta, Lumen,
1999, p. 171 y passim.
(2)
Allende, Isabel, De amor y de sombra,
Debolsillo, 2006, p. 251.
(3)
Rawls, John. Teoría de la justicia,
trad. de María Dolores González, D.F., México, Fondo de Cultura Económica,
1995, p. 241.
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